Un sol llamado Cimbras le alegró el envite de las sombras,
se acurrucó en el colinde de la portezuela de su seno
y atenuó las sales, los remedios
y el hirsuto y encrespado erizo de cristal
que acomodaba la hiel de aquel pecho.
Se licuaron las espinas y desvertebró las penas,
acrisolándose por una médula confusa
que erguía su desasosiego estupefacto.
Un sol que se esculpía entre arbotantes de dulzura
tamizaba los gajos cupulares a merced del arte,
un haz de zenit azarosamente vertical
que seducía témpanos inicuos
y bosquejaba los mosaicos Gaudinianos
con latidos lúcidos y ocres
y contra-latidos índigos y desgranados.